EN RECUERDO DE ORIANA FALACCI
22/09/2024
Hace unos días uno de mis lectores habituales me pedía que escribiera de forma contundente sobre el contencioso creado alrededor de la señora Orriols, como representante más destacado del partido Aliança Catalana. Me sorprendió el sentido de su sugerencia, ya que considero que la falta de “contundencia” (con un soporte documental probado) no es precisamente una de mis debilidades.
Mi interlocutor insistía en que los políticos del establishment y sus voceros mediáticos (todos a sueldo del privado o subvencionados por lo público) arremetían a diario contra esa persona y contra su ideario político. Llama la atención, por ejemplo, las diversas entrevistas en todos los medios que le han hecho al profesor Xavier Torrens que ha escrito un ensayo sobre Silvia Orriols y Aliança Catalana, libro políticamente correcto, no comprometido, propio de un académico que no quiere crearse problemas en su comunidad. ¿No sería más razonable que todos estos periodistas o seudoperiodistas le hicieran una entrevista a la interesada y así supieran de una vez por todas cuál es su propuesta política? ¿O es que quien les paga el salario se lo ha prohibido? Debe ser eso, porque como decía con acierto el escritor americano Upton Sinclair “Es difícil que un hombre comprenda algo, cuando su salario depende de que no lo comprenda”.
Aunque ya he manifestado mi opinión sobre este tema en otras de mis columnas y en entrevistas en programas de televisiones independientes, lo haré de nuevo y, si cabe, lo haré de forma más contundente. Tengo la suerte – como dicen en catalán – de “no tenir el cul llogat”. Por eso declaro que Aliança Catalana no es un partido de extrema derecha. Y no hay manera de probar que lo sea. Es un partido catalán independentista que no se alimenta de las ubres del poder. Y esto pone nervioso a los guardianes del Sistema. Punto y aparte.
Para hablar del tema y comprender la lógica argumental de este partido, tengo que tomar como referente a una de las periodistas más importantes, más capacitadas, más audaces y más reconocidas de los últimos cincuenta años: Oriana Falacci.
Para la mayoría del coro periodístico de la actualidad, Oriana es una perfecta desconocida. Conviene pues desvelar su trayectoria.
Oriana Falacci nació en 1929 (en pleno fascismo) y era hija de un albañil florentino vinculado a los movimientos antifascistas. Como tal, acompañó a su padre en acciones partisanas contra el ejército alemán con apenas doce años, hasta el extremo de que fue condecorada después de la guerra. Siempre se consideró una persona de izquierdas (de cuando la izquierda estaba en favor del progreso y la libertad). Justamente por esto no se casó con nadie y el Sistema (la izquierda y la derecha oficiales) la repudió.
Pero como estaba más allá de “dos sigma”, concepto que estadísticamente significa fuera de la masa amorfa de la población, destacó en todos los órdenes de la profesión. Sus entrevistas eran famosas, por la continua provocación de sus preguntas y repreguntas, hasta que su interlocutor acababa rindiéndose. Entrevistó a Deng Xiaoping, Henry Kissinger, Iassir Arafat, Indira Ghandi, Willy Brandt e incluso al Ayatollah Jomeini. De una entrevista con los reyes de España en 1967 dejó escrito en sus notas pivadas: “Conozco bien a estos idiotas. No será sorprendente que Juan Carlos y Sofía sean reyes de España cuando muera el asesino. Son sus protegidos”. La toleraban porque no podían con ella. En varias ocasiones sus reportajes en lugares conflictivos la llevaron muy próxima a la muerte, hasta el extremo de que en la matanza mexicana de la plaza de las Tres Culturas (1968), la dejaron entre varios cadáveres creyendo que había fallecido. Pero siguió luchando, como siempre había hecho, sin someterse a los dictados de los demás.
Sus viajes a países de religión islámica, sus entrevistas con algunos líderes de diversas corrientes del Islam, sus estancias en el Irán teocrático, le hicieron tomar conciencia de lo que estaba ocurriendo. Conocía el artículo de Samuel Huntington en la revista “Public Affairs” (1993) sobre el “choque de las civilizaciones”, en el que Huntington desarrollaba una teoría del imposible ajuste entre la civilización judeo-cristiana y la islámica. Las vivencias personales de Oriana le hacían ir más allá. Consideraba que el Islam tenía una voluntad expansionista, lo que podría significar un cambio radical de valores en el mundo occidental.
Criticada por la “izquierda caviar” italiana -esa izquierda dominante todavía en Europa que defiende el medio ambiente y las ciudades libres de contaminación ambiental pero cargadas de patinetes, skates, bicicletas y otros vehículos igualmente peligrosos, una izquierda dogmática que se cree poseedora del Santo Grial- se refugió en New York, domiciliándose en el centro de Manhattan. Siguió escribiendo con la misma osadía de siempre y allí le pilló el trágico 11 de septiembre del 2001. No lo esperaba. O al menos no de forma tan inmediata.
Como era muy aguda y perspicaz había criticado ya mucho antes con dureza el apoyo armamentístico que el gobierno de Washington, a través de la CIA, había otorgado a los rebeldes muyahidines y a sus aliados (entre los que se encontraba Osama Bin Laden) para que expulsaran al ejército soviético de Afganistán (1979-1988). En aquella época el presidente Reagan se reunió incluso con algunos líderes islámicos para distinguirlos como “combatientes de la libertad”. A Oriana no le hicieron caso y el fundamentalismo acabó pasando factura a sus estúpidos y equivocados financiadores.
Tras el atentado de las Torres Gemelas, Oriana Falacci, sin pelos en la lengua, explotó. De forma casi inmediata escribió un largo artículo (publicado en tres capítulos) en “Il Corriere della Sera”, con el título “La rabia y el orgullo” del que podemos extraer algunos textos:
▪ Me siento muy, muy indignada, indignada con una rabia fría, lúcida y racional. Una rabia que elimina cualquier atisbo de distanciamiento o de indulgencia.
▪ Habituados como estáis al doble juego, afectados como estáis por la miopía, no entendéis o no queréis entender que estamos ante una guerra de religión. Querida y declarada por una franja del Islam, pero, en cualquier caso, una guerra de religión. Una guerra que ellos llaman yihad. Guerra santa. Una guerra que no mira a la conquista de nuestro territorio, quizás, pero que ciertamente mira a la conquista de nuestra libertad y de nuestra civilización. Al aniquilamiento de nuestra forma de vivir y de morir, de nuestra forma de rezar o de no rezar, de nuestra manera de comer, beber, vestirnos, divertirnos e informarnos.
▪ No entendéis o no queréis entender que si no nos oponemos, si no nos defendemos, si no luchamos, la yihad vencerá.
▪ ¿No os importa nada de esto estúpidos? Yo soy atea, gracias a Dios. Pero no tengo intención alguna de dejarme matar por serlo.
▪ Lo vengo diciendo desde hace veinte años. Con cierta moderación, pero con la misma pasión. Hace veinte años escribí sobre este asunto un artículo de fondo en “Il Corriere della Sera”. Era el artículo de una persona acostumbrada a estar con todas las razas y todos los credos, de una ciudadana acostumbrada a combatir contra todos los fascismos y todas las intolerancias, de una laica sin tabúes. Pero era también el artículo de una persona indignada con los que no olían el tufo de una guerra santa que se acercaba y contra los que les perdonaban demasiado a los hijos de Alá.
▪ Fueron los propios progresistas los que me crucificaron. El mismo insulto me lo dedicaron cuando los soviéticos invadieron Afganistán. ¿Recuerdan a aquellos barbudos con sotana y turbante que antes de disparar los morteros elevaban preces al Señor?
▪ Nos hundimos en todos los sentidos querido amigo. Y en el lugar de campanas, encontraremos muecines, en vez de minifaldas, el chador, en vez de coñac, leche de camello.
▪ Lo sé, lo sé, en el Coliseo los antiguos romanos, aquellos antiguos romanos de los que mi cultura se siente orgullosa, se divertían viendo morir a los cristianos como pasto de los leones. Lo sé, lo sé, en todos los países de Europa, los cristianos, aquellos cristianos a los que, a pesar de mi ateísmo, les reconozco la contribución que han hecho a la Historia del Pensamiento, se divertían viendo arder a los herejes. Pero desde entonces, ha llovido mucho. Nos hemos vuelto más civilizados, e incluso los hijos de Alá deberían haber comprendido que ciertas cosas no se hacen.
▪ Aunque nuestros huéspedes fueran absolutamente inocentes, aunque entre ellos no haya ninguno que quiera destruir la Torre de Pisa o la Torre de Giotto, ninguno que quiera obligarme a llevar el chador, ninguno que quiera quemarme en la hoguera de una nueva Inquisición, su presencia me alarma. Me produce desazón. Y se equivoca el que se plantea este fenómeno a la ligera o con optimismo.
Este largo artículo o los libros posteriores que publicó sobre el mismo tema deberían ser de lectura obligatoria para todo el mundo y en especial para los políticos en ejercicio, antes de opinar frívolamente sobre un contencioso muy grave sobre el que se pasa de puntillas. Ha transcurrido casi un cuarto de siglo desde que Oriana Falacci denunció lo que estaba ocurriendo y las cosas han ido a peor.
No hace falta decir que Silvia Orriols no es Oriana Falacci. La señora Orriols es simplemente una mujer sencilla que ha tenido la valentía de denunciar públicamente una realidad que la gente vive en la calle y los políticos profesionales ocultan. Arrinconarla, crear “cordones sanitarios”, dar lecciones de moral, catalogarla como racista, etiquetarla como supremacista y otras lindezas, es propio de cretinos integrales. Y si alguien tiene dudas sobre este epíteto, le recomiendo que acuda a los archivos del maestro Charcot en la Salpêtrière (finales del siglo XIX) o si le resulta más fácil que se agencie un ejemplar del “Tratado de Psiquiatría” de Henry Ey.
Por favor, controlen sus esfínteres. Es una simple regla de educación. Dejen que les recuerde uno de los mensajes que Oriana Falacci nos dejó en su testamento personal:
Hay momentos en la vida en que callar se convierte en una culpa. Hablar una obligación, un deber civil, un desafío moral, un imperativo categórico del cual no te puedes evadir.