Violencia simbólica de Nueva Planta (contra el legado de Jaume I)
Fue el sociólogo francés Pierre Bourdieu el que acuñó el término de “violencia simbólica” para definir las formas, a menudo inconscientes, en que se ejerce una dominación social y cultural por parte de un grupo dominante sobre otro que, para más inri, puede llegar a aceptar y reconocer que su valor social es menor y, por tanto, su carácter de dominado.
A principios del siglo XVIII, el pueblo valenciano sufrió un acto de violencia política y física característico de las sociedades del Antiguo Régimen. La guerra de Sucesión al trono de España supuso la muerte y el exilio de miles de personas, en lo que fue el primer gran conflicto bélico vivido en nuestras tierras en más de dos siglos. A aquella primera violencia siguió la de la represión y el castigo indiscriminado. Era esperable, ya que según el Decreto de abolición de los Furs de 29 de junio de 1707, el rey Felipe V tenía “justo derecho de conquista” para hacer lo que quisiera… Y lo hizo: derogó de un plumazo un régimen político pactista y pactado, para llevar al antiguo reino a la caverna más profunda del absolutismo monárquico. Por cierto, aquel rey, tan cruel como demente, decía en el mismo decreto que el reino de Valencia estaba “comprehendido en los demás que tan legítimamente poseo en esta Monarquía”: conquistaba, pues, lo que ya era suyo. No hace falta ser jurista para comprender lo absurdo de una situación así. En realidad, los Furs vigentes hasta 1707 eran un límite al poder arbitrario de los monarcas despóticos. Felipe V consiguió la quiebra absoluta de ese modelo político pactista establecido por Jaume I, quien había dotado al reino de personalidad política e institucional propias y determinado la irrevocabilidad unilateral de los Furs, las disposiciones legales fruto del acuerdo del monarca con los tres brazos representados en les Corts.
La represión duró décadas, y se aplicó también a los seguidores de Felipe V partidarios del régimen foral. Todavía 50 años después del decreto, un opositor a cátedra de la Universidad de Valencia le recordaba a otro que su familia había sido austracista y trató (sin éxito) de recusarlo… Desde la Corte se ignoraron todas las peticiones cursadas para lograr una reintegración foral parcial y amputada, limitada al derecho civil, como había obtenido Aragón en 1711, y para estar en pie de igualdad con ese reino, con Cataluña y Mallorca.
Tres siglos después, los valencianos, tras casi 50 años de un régimen constitucional presuntamente autonomista, seguimos igual, sin normas civiles propias, pese a la persistencia histórica de la reivindicación. Desde el Parlamento español, y frente a la propuesta de les Corts de reforma parcial de la Constitución para la recuperación efectiva del derecho civil planteada en febrero de 2020, nos siguen oponiendo un muro de silencio, maltrato e incomprensión, el mismo que sufrimos en materia de financiación y de dotación de infraestructuras básicas, como se ha comprobado tras la mortífera Dana del pasado 29 de octubre.
Pero en algunas cosas estamos peor que entonces. Al menos, en 1707 la casi totalidad de los valencianos era favorable a la recuperación del autogobierno arrebatado de forma torticera y con falsos argumentos. Ahora nos encontramos con representantes políticos que, a la hora de la verdad, claudican ante las decisiones de sus cúpulas centrales. Es lo que ocurrió en enero y febrero del año pasado cuando, con motivo de la reforma del artículo 49 de la Constitución, las mesas del Congreso y del Senado, controladas respectivamente por el PSOE y el PP, utilizaron razones más que discutibles para no tramitar conjuntamente la reforma reintegradora de nuestra competencia en derecho civil valenciano, pendiente, como hemos escrito, desde febrero de 2020.
Y es que a lo largo del siglo XIX, y en el marco de un régimen democrático igualmente parcial y amputado, se fue extendiendo esa otra violencia de la que nos habla Bourdieu: la simbólica. Una ola fría de centralismo a ultranza sumergió al país a lomos de la Gaceta de Madrid, que lo mismo prohibía dar clase en las lenguas propias de las distintas regiones de España que ponía toda clase de obstáculos al uso de sus derechos civiles. La lista de vetos y relegamientos sería interminable. Lo decía el propio cronista Vicent Boix: “Las provincias no son ya más que unas colonias desgraciadas: envían al corazón su sangre, sus riquezas, su historia; la vida va de los extremos al centro; a cambio, recibimos la Gaceta”. Tanto tiempo de desprecio centralista (prácticamente desde 1812 hasta 1978) acabó por gestar un manto de esa violencia simbólica a que nos referimos. El país tenía, y tiene, un estándar social y cultural nucleado en torno a las élites de Madrid –y, por extensión, las castellanas– y a la lengua y cultura también castellanas (“española”, que dicen esas mismas élites, como si no hubiese otras lenguas españolas, haciendo bien patente así una de sus formas preferidas, y más odiosas, de dominación).
Por debajo de ese estándar se toleran de manera displicente y paternalista –y se menosprecian de forma más o menos abierta– otras manifestaciones de carácter cultural y social. Se minimizan y se les concede un espacio secundario, siempre sometido al principal. Y para que se pueda hablar con propiedad de violencia simbólica, los dominados han de reconocer la posición subordinada que se les ha asignado en esa escala de valor social.
El uso de las lenguas cooficiales en España es un ejemplo de lo que afirmamos: minorizadas, subvaloradas, desprotegidas e ignoradas por nuestro Gobierno central –el actual y todos los anteriores–, que se supone que es el de todos los españoles. El esperpento vivido en el Congreso de los Diputados cuando se propuso que todos los diputados pudieran expresarse en su lengua materna, que no siempre es la castellana –hay que recordar que más del 20% de la población de nuestro país se encuentra en esa situación– es buena muestra de lo que decimos: un número no pequeño de diputados de la derecha más rancia –algunos de ellos, valencianos que aceptan activamente como autoodio el papel secundario de su lengua propia– se apresuró a denostar la medida, recordando así a los hablantes de esas lenguas cooficiales el lugar subordinado que les corresponde en la jerarquía de la sociedad y la obligación de someterse a esa disciplina. No hay mejor forma de explicar lo que es la violencia simbólica que la minusvaloración de los hechos diferenciales que nos singularizan en España: la lengua valenciana o el derecho foral.
Para los valencianos, el Decreto de abolición de los Fueros de 29 de junio de 1707 –lo que habitualmente se denomina “el Decreto de Nueva Planta– es el punto inicial de una larga trayectoria de violencia y represión. A veces ha sido física, como en la propia guerra de Sucesión, o tras la guerra civil española. Pero las más de las veces ha sido, y es, simbólica. Con aquel decreto, Felipe V apuntó a la línea de flotación de nuestro antiguo reino, formada por la lengua, el valenciano, y el derecho, Furs de València, que sustituyó por sus homólogos castellanos. Lo hizo amparado en motivos falsos y sin acuerdo alguno en les Corts, algo a lo que le obligaba el régimen pactista vigente en el reino.
En fin, son dinámicas propias del absolutismo del Antiguo Régimen, que podemos entender desde esa perspectiva. Lo que no podemos entender, ni compartir, es que más de tres siglos después, y en un Estado que presume de democracia y de descentralización, esa violencia –aunque ahora, con un carácter simbólico– siga plenamente instalada en nuestro país. Porque no otra cosa es que la Abogacía del Estado, cada vez que tratas de recuperar el derecho civil que abolió Felipe V, te recuerde que “el Decreto de Nueva Planta promulgado el 29 de junio de 1707 supuso la definitiva abolición y derogación de los fueros de Valencia, que nunca se recuperaron, a diferencia de lo ocurrido en otros territorios” (sic); y que el Tribunal Constitucional acoja y amplifique esta opinión. Si alguien no ve en esto la vigencia actual del Decreto de Nueva Planta, que se compre unas gafas y mire bien… Con sus sentencias de 1992 y 2016, el TC nos disciplina y nos muestra una y otra vez el lugar subordinado que nos corresponde en el campo del derecho civil, y nos obliga a aplicar un código que no es el que históricamente nos corresponde y un derecho impuesto por la fuerza de las armas.
Otra de las consecuencias del Decreto de abolición foral de junio de 1707 fue la incorporación forzada de Cabdet (Caudete) a Castilla. Esta población fue villa real, con representación en les Corts Valencianes, y constituyó un enclave valenciano en el interior de territorio castellano durante cuatro siglos. Han transcurrido 318 años y la mayoría de los caudetanos siguen teniendo costumbres como las nuestras; muchos de ellos quieren reintegrarse al territorio de nuestro antiguo reino. Se trata también de una consecuencia de la batalla de Almansa que consta en el debe del autogobierno valenciano, una muestra más de nuestra debilidad política y desconocimiento histórico, que impidieron en la Transición la reincorporación de Cabdet, en un momento político en el que la provincia de Albacete, históricamente parte del reino castellano de Murcia, se integra en la nueva comunidad autónoma bautizada como Castilla-La Mancha.
Pero, para que el círculo de la violencia simbólica se cierre, la sociedad afectada ha de aceptar y reconocer su rol de dominada y subordinada. Y, de algún modo, es lo que está haciendo nuestro actual Gobierno autonómico, como tantos otros en el pasado, que no solo no realiza el menor esfuerzo por continuar la reivindicación de la potestad para legislar en materia de derecho civil (¿hace falta recordarle que esta seña de identidad sigue vigente de forma expresa en varios artículos de nuestro Estatuto de Autonomía?), sino que torpedea voluntariamente los trabajos que realizamos desde asociaciones como la nuestra para llevar a cabo una estrategia plenamente estatutaria.
Recientemente se recordaba, en prensa y citando a Manuel Fraga, que la abolición del decreto no tendría efecto alguno porque “la historia no se puede derogar”, o que resulta ociosa la derogación expresa de los Decretos de Felipe V de 1707, 1715 y 1716, aplicados a las reinos de la Corona de Aragón, porque la disposición derogatoria general de la Constitución es suficiente para anular sus consecuencias contra el autogobierno valenciano. Tristemente, no ha bastado esa disposición para recuperar nuestro derecho civil o para que Caudete vuelva a ser territorio valenciano. Pero es que, además, el primero de los asertos es falso. Que la historia se puede derogar lo demuestra el segundo apartado de la disposición derogatoria constitucional, que abolió expresamente las leyes que suprimieron los fueros vascos en 1839 y 1876. Alguno de los que ahora se oponen a la abolición de los Decretos de Nueva Planta, reconocen, sin embargo, que aquella medida, que tuvo una “fuerte carga simbólica y efecto reparador” (sic), permitió la restauración foral plena y el logro para Euskadi de altas cotas de autogobierno “expresamente negadas a otros territorios” (sic).
Cuando interesa y hay voluntad, la historia se deroga. Véase el caso de las recientes supresiones de las leyes de memoria histórica de varias comunidades autónomas. Y no hace falta irse muy lejos. Porque cuando la presidenta de les Corts, Llanos Massó, decidió no conmemorar el último 25 d’abril, fecha de la batalla de Almansa, “porque no es momento de celebrar nada por el drama de la Dana”, saltándose así una tradición consolidada, se cargó de un plumazo una parte fundamental de la historia valenciana. Sin embargo, ella misma no tuvo empacho en celebrar el día de la Constitución, apenas 40 días después de la desastrosa riada que asoló la provincia de Valencia. De este modo, la presidenta de les Corts nos recordó el papel de subordinación que su partido político, Vox, nos asigna a los valencianos, a nuestra lengua, cultura e identidad, sujetas a las dominantes de matriz castellana, como claramente reflejan sus tristes discursos institucionales y las loas constantes a la España uniforme pretendida por Felipe V. La violencia simbólica implica acciones explícitas o implícitas que tienen un sentido discriminatorio –a veces, hasta insultante– y que tratan de recordar quién tiene la hegemonía social y cultural. En todos los sentidos, la negativa de Llanos Massó a conmemorar el día de les Corts el pasado 25 de abril fue un ejemplo palmario de violencia simbólica, inaceptable e insoportable por más tiempo, un ataque frontal contra el autogobierno por parte de la líder local del partido de Abascal, consentido por los integrantes del Partido Popular en la Mesa de la cámara valenciana.
Cuando desde l’Associació de Juristes Valencians promovemos la abolición, de una vez y para siempre, de los llamados Decretos de Nueva Planta, pretendemos suprimir los efectos que tuvieron y siguen teniendo en las comunidades y sociedades del Este peninsular (Valencia, Aragón, Cataluña y las Islas Baleares). Pero, también, las trazas de violencia simbólica que conllevan y que siguen estando presentes en dichas sociedades. Entendemos que juristas imbuidos de positivismo jurídico, como los del Consell Jurídic Consultiu de la Comunitat Valenciana, hayan sido incapaces de comprender las sutilezas históricas y sociológicas que tiene una propuesta como esta, que, bajo diferentes fórmulas jurídicas –mociones, declaraciones institucionales, proposiciones no de ley, leyes autonómicas que incorporan peticiones al gobierno de España para promover su derogación, etc.– y por diferentes fuerzas políticas, incluido el Partido Popular, ha pretendido su derogación, sin que hasta la fecha se haya conseguido el resultado que se busca. Al fin y al cabo, ese Consell siempre se ha mostrado, en el pasado y ahora, a través de reiterados dictámenes, en contra del proyecto de recuperar nuestra potestad de legislar en materia de derecho civil. Con todo, se nos hace más difícil comprender cómo se prestan a lo que, en el fondo, no es más que una maniobra política urdida desde los sectores más centralistas del partido que gobierna la Comunitat Valenciana para oponerse a algo que ellos mismos promovieron en el pasado, en la época del president Camps, y que Mazón se comprometió a conseguir en su discurso institucional del pasado 9 d’octubre.
Al final, nos cansamos de que aquellos que han asumido con naturalidad su posición subordinada en este orden, los que aceptan alegremente que Felipe V, el verdugo del autogobierno, presida un ala del Salón de Reyes del Palau de la Generalitat, traten de darnos lecciones a los que luchamos de forma efectiva y constante contra él. Nos proponen soluciones fantásticas que jamás han estado encima de la mesa de ningún Gobierno, por las que nunca han movido un dedo y que, además, implican una renuncia parcial al autogobierno; con ello confunden, engañan y crean falsas ilusiones en una sociedad que ya viene suficientemente condicionada de base por decepciones acumuladas tras la negativa al acceso a la autonomía por la vía del artículo 151 de la Constitución, o la infrafinanciación sistemática a la que nos han sometido gobiernos de diferente color político.
En definitiva, lo único que pretendemos es acabar con los últimos restos del legado de un rey tirano que trató a los valencianos casi como a esclavos. Ahora sabemos también, a ciencia cierta, que padecía una grave enfermedad mental y que nunca debió haber ocupado el trono, un trono al que ascendió gracias a un testamento que muy posiblemente fue falsificado. Son todos datos que se han ocultado cuidadosamente por esa matriz castellana que inunda la historia de España, porque habrían delatado la impostura de un monarca inhábil e inútil, y habrían cuestionado los orígenes de toda una dinastía. Ese rey, por añadidura, condujo a la plural Monarquía Hispánica al pozo del absolutismo y la centralización, el mismo lugar al que pretenden conducirnos algunas fuerzas políticas en la actualidad.
Esa violencia invisible, que, como hemos dicho, tiene otras muchas manifestaciones, solo puede combatirse revelando el hábito o habitus que sostiene esa violencia; es decir, ese sistema que consiste en un esquema de pensamiento y de visión de la sociedad que genera creencias y prácticas ajustadas a ese esquema. En ese sentido, los valencianos, por ejemplo, estaríamos infrafinanciados porque somos ricos, siempre ha sido así y no hay alternativa a ello… Como nos recuerda cada vez que puede la Abogacía del Estado, el Decreto de Nueva Planta abolió los fueros y nos ha dejado en la actualidad sin una competencia efectiva para legislar en materia de derecho civil: siempre ha sido así y no hay alternativa a ello… Bueno, pues –entre otras cosas– por eso pedimos su abolición tanto tiempo después: porque creemos firmemente que sí hay alternativa, y que lo que falta es la voluntad política de poner en práctica lo que dice nuestro Estatut.
Por último, no deja de llamarnos la atención el notable despliegue de medios efectuado para obstaculizar una medida que tiene un profundo contenido simbólico, pero bastante menos material. No cuesta ningún dinero a las arcas públicas, no molesta a nadie, no causa alarma social, no suscita malestar personal, no… Aun así, relevantes juristas (que en el pasado reciente, en flagrante contradicción, proponían una reforma constitucional para derogar el decreto de 1707) e instituciones igualmente importantes –les Corts, el Consell Jurídic Consultiu, la Conselleria de Justicia…– se movilizaron de inmediato a fin de impedir, por un lado, que las propias Corts valencianes aprobaran una proposición de ley en el sentido de apoyar la citada abolición y, por otro, para dificultar la tramitación en el Parlamento español de esa proposición planteada el pasado mayo, y que solo requerirá de una mayoría simple, como cualquier otra ley ordinaria, para producir plena efectividad y reflejar una insistencia secular en la defensa del autogobierno y del Derecho Foral como seña de identidad, como hecho diferencial valenciano.
Deben pensar que, como los vascos son como son (“de piedra blindada”, que versaba Miguel Hernández en “Vientos del pueblo”), ellos sí que se merecen una abolición idéntica, y más aún escrita con letras de oro en la propia Constitución española; los “valencianos de alegría” no, claro. Se han convertido así, seguramente sin advertirlo y sin quererlo conscientemente, en promotores de esa violencia simbólica contra la que nos previno Bourdieu hace ya mucho tiempo. Y, en este caso, de una violencia simbólica de Nueva Planta contra el legado de Jaume I, precisamente cuando en julio de 2026, en nueve meses, se cumplirá el 750 aniversario de la muerte del rey que creó el Reino de Valencia y que nos singularizó históricamente hasta la fecha. No vemos mejor forma de celebrar esa cita importantísima que censurar para la eternidad al tirano que quiso eliminar su legado y que los valencianos fuésemos, sin más, unos castellanos avecindados en el Levante español. Que se sepa…
José Ramón Chirivella Vila y Fco. Javier Palao Gil son miembros de la Associació de Juristes Valencians