
Carlos Aimeur Levante-EMV 16 MAY 2025
Una grieta para Blasco Ibáñez

Vicente Blasco Ibáñez fue llama y hoy es sombra. Fue raíz y hoy es eco. Está en placas, en bustos, en nombres de calles. No en las aulas. No en la voz de quienes enseñan la memoria. Los actos oficiales, los grandes eventos, mueren en los palacios.
En la educación, Blasco Ibáñez es un paréntesis. Un “quizá”, un “no entra en el temario”. Una silueta que no molesta porque apenas existe. Arde en lo no dicho. Su omisión no es casual. Ni indolora.
El canon es una constelación segura. Cervantes. Lope. Calderón. García Lorca. Pérez Galdós. Unamuno. Santa Teresa de Jesús. Pardo Bazán. Bécquer y Rosalía de Castro, de la mano. Garcilaso. No estar es no existir.
Su exclusión es un síntoma. Las aulas reflejan el país deseado. En ese espejo, Blasco Ibáñez no entra. En su caso, recuerda lo que se quiere olvidar. Su literatura no solo es estética: es política. Desarma la historia. Incomoda. Por si fuera poco, su éxito intimida. Demasiados condicionantes.
Torrente Ballester, falangista, lo atacó con saña. “Huele a sexo y paella”, dijo. Qué elegancia.
El silencio se forjó en el miedo. El franquismo tejió un canon autoritario. Un tapiz sin pliegues. Blasco Ibáñez, hebra rebelde, fue arrancado. Su republicanismo, laicismo, masonería, popularidad, lo hicieron sospechoso. No era solo escritor: era símbolo. La Falange perfiló una literatura sin disonancias. Desde Pemán hasta Torrente Ballester. Críticos e historiadores pasaron de largo. A Blasco Ibáñez no se le juzga por sus cimas, como Cañas y barro. Se le señala por sus fallos. Sus anacolutos, en otros graciosos, en él son lacras. Martí de Riquer, medievalista, no lo incluyó. José María Valverde, con ecos falangistas, prefirió al 98 formal. Torrente Ballester, falangista, lo atacó con saña. “Huele a sexo y paella”, dijo. Qué elegancia. La masonería fue un agravante. En el franquismo, ser masón era ser enemigo. Una sombra conspirativa. “En contubernio con el terrorismo rojo”, cantaba Seguridad Social. Salvo excepciones como Julián Marías, la norma fue acallarlo. Despreciarlo. El silencio borra.
Han triunfado. A la vista de los hechos, lo han logrado. Un siglo después de su muerte, Blasco Ibáñez sigue sin lugar. En ESO y Bachillerato, su nombre es marginal. El currículo traza un sendero ciego a las periferias. Los ríos son los que se dibujan desde la Corte. Periféricos nos llaman. Desde el Cantar de Mio Cid hasta La colmena. Desde Berceo hasta Cela, pasando por Martín Gaite, Sánchez Ferlosio. Desde Garcilaso hasta Alberti, con parada en Hernández. Todo fluye en ese mapa. Los puntos están marcados. Blasco Ibáñez no entra.
El canon evita las orillas. Prefiere los nombres que no arañan. Que no desbordan. Intachables. Impecables. Aburridos. Pero Blasco Ibáñez es otra cosa. Es la corriente que se sale del cauce. Es la voz que no pide permiso. Es la herida que no cierra. El mester de clerecía, el Siglo de Oro, el realismo, la Generación del 27. Se analiza Don Quijote, La Regenta, Bodas de sangre. Y está bien. Pero es incompleto. Falta el barro. Falta la huerta. Falta la sangre y la arena. Falta el Mare Nostrum. Falta Blasco Ibáñez.
Su literatura podría ser un puente. Entre lo local y lo global. Entre el aula y la calle. Entre la historia y la emoción. Cañas y barro no es solo una novela: es un mapa del paisaje valenciano con el telón de fondo de la guerra del 98 y sus consecuencias en la gente humilde. Es perfecto para acompañar la docencia del tema de Historia de España de 2º de Bachillerato ‘Guerra colonial y crisis de 1898’. La barraca no es solo una historia: es un dedo señalando las injusticias del régimen de la Restauración en el medio rural; la tragedia del tío Barret es una metáfora. Los cuatro jinetes del Apocalipsis no es solo un bestseller: es un eco de la I guerra mundial, esa que se estudia en Historia del Mundo Contemporáneo en 1º de Bachillerato. Vendió millones de ejemplares en Francia y EEUU y fue elogiada por Stefan Zweig. Uno de los intelectuales europeos más relevantes del siglo XX llamaba a Blasco Ibáñez ‘poeta’ pero hay quien prefiere hacer caso a un autor local que dijo que olía a sexo y paella.
El comité de selectividad de la muy valenciana Generalitat ha decidido que a partir del curso 25-26 las lecturas obligatorias de 2º de bachillerato sean Pardo Bazán, Miguel Mihura y un grupo de poetas del 27 (Rafael Alberti, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Ernestina de Champourcín y Carmen Conde). ¿Saben qué autor jamás estuvo sobre la mesa? Jamás. Nunca.
Blasco Ibáñez es espejo, plaza, debate no tenido. Los valencianos debemos reclamarlo. No como trofeo, sino como faro. Nos retrata. Sus luchas. Las nuestras. Nuestras raíces. Cruza océanos. Lo leyeron en América, en Francia era un ídolo. Un valenciano que habló desde la periferia y llegó al centro. Incluirlo en las aulas no es nostalgia. Es justicia. Mejor que estatuas, calles, exposiciones.
Reivindicar a Blasco Ibáñez es sembrar preguntas. Abrir debates. Semilla no regada, enseñarlo abriría ventanas, dejaría entrar viento fresco. ¿Por qué no marcarlo? No desplaza a nadie. Suma. Ensancha el aula. ¿Por qué no permitir que su voz incomode, cuestione, remueva? ¿El currículo teme lo que no se puede domesticar?
Necesitamos grietas. Por ellas entra luz y aire fresco. Necesitamos una grieta para que entre Blasco Ibáñez. No es por él; es por nosotros. Por decencia.