LA PERVERSIÓN DE LA DEMOCRACIA per Alfons Duran | 22/02/2025
De Winston Churchill siempre se recuerda su larga cita sobre la democracia, en especial el tramo final que dice: “Se ha dicho en efecto que la democracia es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las otras formas probadas a lo largo del tiempo”. Esto lo dijo en 1947, después de su beligerante discurso del año anterior en el Westminster College de Fulton en el que argumentó sobre un supuesto “telón de acero” que dividía Europa. Lo que parece también dijo –aunque no está suficientemente documentado– es que “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con un votante medio”. Si no lo dijo, seguro que lo pensó, sobre todo cuando después de haber liderado el triunfo de su país contra la Alemania nazi perdió las elecciones siguientes frente al líder laborista Clement Atlee (1945). Sus biógrafos coinciden en que nunca llegó a comprender este cambio súbito del electorado.
Han pasado muchos años y el término ha tenido múltiples interpretaciones, aunque si nos atenemos al original “democracia no es más que el gobierno del pueblo”. Cómo se expresa esa voluntad de gobierno, cómo se organiza, cómo se distribuye el poder, etc. son aspectos procedimentales que ofrecen muchas variantes sobre las que no vamos ahora a entrar.
Hay la democracia directa, la democracia representativa, la democracia dura, la democracia blanda, la democracia constitucional, la democracia deliberativa, la democracia personalizada, la partitocracia y muchas más. Y aquí tenemos la trampa, pues cuando empiezas a tener que adjetivar un concepto tan simple como éste, el fraude está asegurado.
En la práctica no se puede decir que hoy vivimos en sociedades democráticas, pues buena parte de la población apenas interviene en los procesos electorales y los que intervienen lo hacen mayoritariamente de forma casi automática, orquestados por las organizaciones políticas que han hecho de la función pública una profesión.
No es de extrañar pues que en ciertos momentos se produzca un estallido, una ruptura, una quiebra del statu quo. Esto surge siempre de abajo arriba, del pueblo llano (la demos) contra las élites que manejan la democracia a su antojo, con la colaboración de los políticos de turno. Esto ha ocurrido en el segundo mandato de Donald Trump en Estados Unidos y también puede ocurrir si finalmente Herbert Kickl, líder del partido FPÖ (el más votado en las últimas elecciones austríacas) tiene suficiente apoyo para gobernar.
El caso de Austria resulta relevante porque la otra opción es que gobierne una coalición de partidos de distinto signo político (en ocasiones enfrentados) para llevar a buen puerto un “cordón sanitario” al partido ganador, considerado por algunos de los líderes del resto de partidos un peligro para la democracia. Que el “cordón sanitario” de naturaleza política sea una práctica antidemocrática por excelencia no les preocupa. Este caso podría corresponder a la lógica paradoxal, pero estos tipos de esto saben muy poco.
Los “cordones sanitarios” son un conjunto de medidas que los gobernantes de un país toman para evitar el contagio de una plaga mortífera, como lo fue la “peste negra” en el siglo XIV, la “gripe española” en el XX o el Covid en el XXI. En principio se hacen (o deberían hacerse) para defender a la sociedad, no para reprimirla, aunque en ocasiones ocurra lo contrario y se aproveche la medida para atemorizar y controlar mejor a la población.
Llevar esta práctica al terreno ideológico es perverso. Esto es lo que hicieron los vencedores de la I Guerra Mundial al aislar a la incipiente Unión Soviética y al modelo comunista (desde Finlandia a los Balcanes) e impedir el “contagio” hacia el oeste de Europa. Fracasaron. También lo hizo el gobierno norteamericano con su “política de contención” en plena Guerra Fría, política que los servicios de propaganda de Estados Unidos vieron apoyada por las películas “made in Hollywood” en las que se silenciaba el papel crucial de la URSS durante la guerra. Lo siguieron haciendo años después (sin respeto al voto popular) hasta el extremo de impedir, por ejemplo, alianzas entre el partido comunista italiano (muy potente en aquella época) y el partido cristiano demócrata de ese país.
Las élites corporativas se sienten seguras, ya que como controlan los medios convencionales (prensa, radio y televisión), tanto públicos como privados, creen que pueden hacer lo que quieran. El problema lo tienen ahora con las redes sociales, a las que también intentan controlar con poco éxito.
¿Y cuáles son los partidos peligrosos? Todos los que no se ajusten al credo dominante, credo avejentado que les ha permitido vivir ricamente durante largos años, con pequeñas digresiones entre sus rocambolescas interpretaciones de la derecha y la izquierda. (Ver a este respecto mi artículo “La izquierda, la derecha y la madre superiora” https://www.alfdurancorner.com/articulos/la-izquierda-la-derecha-y-la-madre-superiora.html ). Como ya he dicho repetidas veces, en Occidente solo hay un partido (el partido del Establishment), partido controlado por las élites corporativas privadas y sus amanuenses. Este partido pretende llevar a la marginalidad cualquier pensamiento crítico que se le oponga, y la mejor forma que se les ocurre es calificarlo de extremo. En la mayoría de los casos, de “extrema derecha”.
Como necesitan “vestir al muñeco” buscan elementos que les permitan vender la etiqueta impuesta. Y el elemento común que han encontrado es la “islamofobia” frente a la corriente inmigratoria de origen islámico. Y aquí aparecen todas las opciones críticas, aunque en el amplio abanico europeo las diferencias entre esos partidos sean muy significativas, por razones históricas, culturales, geográficas, etc.
Para desmontar el tinglado solo hace falta analizar el tema desde la órbita económica. En primer lugar Europa no tiene capacidad para absorber ese flujo migratorio. No hay demanda de trabajo. Si además una vez incorporado ese flujo (que va in crescendo) los Estados les ofrecen los mismos servicios sociales que al resto de los ciudadanos, el saldo económico para las cuentas públicas es muy negativo. Pululan por las ciudades, se refugian en ghettos (agrupaciones minoritarias nacionales), viven marginalmente. Es razonable pensar que parte de ellos subsistan delinquiendo. No es que sean mala gente. Es que la sociedad que los acoge (los gobiernos) no mide la dimensión del fenómeno. No hace un buen diagnóstico. Es irresponsable. Se equivoca. Penaliza a todo el mundo. Y cuando parte de esta inmigración encuentra trabajo, lo hace sustituyendo mano de obra del país que lógicamente resulta más cara. Todo ello empobrece a la población en general y reduce el consumo privado.
Este es el aspecto cuantitativo. Vayamos ahora al cualitativo. Y en este caso recogemos de nuevo el tema de la “islamofobia” (temor al Islam y a lo que representa). Porque este tipo de emigración no es neutra, es una emigración ideológica que lleva bajo el brazo cuando entra un conjunto de valores que están en las antípodas de los occidentales. El Occidente de los inicios del siglo XV era también una sociedad enferma, tóxica, represiva, intolerante, violenta, bajos los dominios de “la cruz y la espada”. Pero luego vino el Renacimiento, la Ilustración, la secularización, los avances de la ciencia, el reconocimiento de los “derechos del hombre”, el liberalismo y por último la tímida democracia. Desde la muerte de Mahoma el Islam siguió el camino contrario. Hizo de la religión y su estricta aplicación en la vida diaria de sus creyentes su razón de ser. De ahí que el islamismo sea totalitarista. Cualquier islamismo. No importa si son sunitas o chiitas, u otras escuelas cruzadas. No hay islamismo radical. Todo islamismo es radical porque está en su esencia. Son misóginos, homófobos, ultra-ortodoxos. Vienen a imponer su ley (la “sharia”). Nunca se integrarán en la cultura de las sociedades receptoras. Sería traicionar sus propias creencias.
Por eso Alianza Catalana y su líder Silvia Orriols tienen razón al argumentar que hay que parar ese flujo y controlar de forma severa la implantación de esos valores, que pueden acabar destruyendo una democracia, que en el caso del Estado español (y también en Catalunya) es tremendamente frágil. La realidad española es, en este sentido, la peor de Europa. Ninguna de las naciones que la componen (Castilla, Catalunya, Euskadi, Galicia) sabe de verdad lo que es una democracia. Los residuos absolutistas, intolerantes, represores se mantienen vivos. El poder de la Iglesia oficial, el gobierno de la toga, el funcionariado, el militarismo son actores principales.
Si añadimos a esto que el “partido del Establishment” ha interiorizado la filosofía “Woke” de la pseudo-izquierda bajo el eslogan “todos somos buenos”, el tema va a peor. Los medios de comunicación contribuyen a la desinformación constante. Tanto los públicos (que pagamos con nuestros impuestos de forma directa), como los privados (que también ayudamos a pagar con las subvenciones públicas). Tanto da como se llamen (los Cruanyes, Gras, Oltra, Ustrell, Nierga, Basté y un largo etcétera), todos han asumido la “verdad oficial”. Se creen poseedores del monopolio de la verdad. Vuelo gallináceo de los apóstoles del entretenimiento y la mentira.
La multiculturalidad es un fracaso social, como acabó reconociendo tardíamente la canciller Angela Merkel. Pero si además detrás de esa multiculturalidad se esconde el virus de la intolerancia, el riesgo de quien la fomenta es mayor. Y es que no se puede ser tolerante con la intolerancia, a no ser que aceptemos el papel de ovejas descarriadas. Y la mejor prueba de esta confusión de las élites occidentales y su corte de vasallos es que no hay multiculturalidad en ningún país islámico.
Apunta con sorna Ramón Cotarelo que si alguien quema la Biblia en un lugar público, la probabilidad de que lo maten es bajísima, en tanto que si alguien hace lo propio con el Corán la probabilidad es del 9,99 sobre 10, por no decir total. Los apóstoles de la “inclusividad” son unos necios y conviene denunciarlos con nombres y apellidos.
Son la vergüenza de la democracia. Su perversión.